La historia de los pueblos y las ciudades no la forjan solo grandes acontecimientos, ni tampoco la protagonizan únicamente gloriosas y trascendentes celebridades. La historia se escribe también en letras pequeñas y hay vidas ‘anónimas’ para el mundo que, contempladas desde un contexto local y humano, son capaces de sintetizar los avatares de un siglo entero. Son los auténticos personajes que nos sirven de referencia cuando intentamos comprender y transmitir, desde la proximidad geográfica y sentimental, todo aquello que movía a la gente a afrontar la crudeza de su tiempo de una determinada manera y no de otra. Y, si bien es cierto que sus semblanzas nunca aparecerán en las grandes crónicas, sin duda constituyen para nosotros piezas esenciales de nuestra micro-historia que explican cómo y por qué hemos llegado a la realidad presente y cercana que compartimos como sociedad.
Ahora que desde el Taller nos vamos deteniendo en cada uno de esos hombres y mujeres que, con un papel que podría parecer incluso secundario en algún caso, han contribuido tan sustancialmente a la construcción del Beniaján que hemos heredado, surgen nombres concretos que verdaderamente trascenderán para siempre a su tiempo y se convierten hoy en individuos imprescindibles e incluso providenciales cuando se trata de escribir la historia de nuestro pueblo.
Uno de ellos tiene nombre de mujer. Vino a nacer en 1896 en la Calle Mayor de Beniaján, en la misma casa en la que moriría 93 años después. Se desgrana por tanto su longeva biografía a lo largo de casi todo el siglo XX, resumiendo en ella las glorias y las miserias, las mieles y los sinsabores, el esfuerzo y las renuncias de unas décadas tan intensas como convulsas. Así, el destino quiso dividir su vida en dos etapas: una de juventud y adolescencia, marcada por la prematura viudez, la sombra de la permanente enfermedad y la dureza de una guerra que le arrebató lo único que le quedaba: su hijo. Y la otra, que no se entendería sino como de crecimiento y madurez hacia una obligada autosuficiencia, cimentada en el dolor de la anterior pero edificada con el bálsamo reparador y permanente de la fe. Si a tan azarosa trayectoria (por otro lado quizá bastante común a muchas mujeres de la primera mitad del siglo pasado), se le suma la creatividad, la inteligencia y las habilidades naturales que aquella mujer supo desarrollar, descubrimos a ese personaje valiente y tenaz, único e irrepetible, que fue Aurora Mínguez Tomás.
En aquel mundo de hombres, Aurora fue capaz de elevar un modo de vida basado en las labores y quehaceres puramente femeninos, desarrollado siempre de puertas para dentro en la callada soledad de una casa, hasta el punto de otorgarle el prestigio y el reconocimiento social que, quizá, ninguna mujer de su entorno con oficio 'sus labores' pudiera haber obtenido antes para sí. Su prodigiosa destreza con la aguja, que le llevaría a suministrar bordados, trajes y ajuares a los mejores comercios y familias tanto de Beniaján como de la capital, le procuraría independencia y solvencia económica, además de sobrada fama dentro del gremio de costureras y, a la postre, no pocos contactos con la alta sociedad del momento. Bien podemos decir sin titubeos que Aurora vistió incluso a ‘la realeza’, pues cierto es que de su bastidor salieron durante muchos años los refajos que habrían de llevar las muchachas coronadas como Reina de la Huerta de Murcia, o los pomposos vestidos blancos lucidos por las majas y damas que presidían nuestras fiestas patronales y batallas de flores.
Idéntico virtuosismo plasmaría en los paños que cosía para la parroquia de San Juan Bautista: la misma iglesia a cuya sombra había nacido y crecido, la misma que luego vería arder en la Guerra Civil , y la misma a la que acabaría dedicando la mitad de su existencia, primero como piadosa feligresa, y segundo como amante incondicional de todos aquellos ritos y manifestaciones cristianas con que la tradición llenaba el calendario festivo de su pueblo. Junto con el presbítero Pérez-Muelas y el también recordado Pepe Ortiz, fue la cara femenina de una tríada genial de mecenas-artistas-entusiastas que logró incentivar en la década de los 50 desde la recuperación del patrimonio escultórico del templo hasta la instalación del Belén monumental en Navidad; pero sobre todo, a ellos debemos la configuración de los magníficos desfiles de Semana Santa que han llegado a nuestros días. Ella sabía como nadie involucrar a la gente y llamar a las puertas adecuadas, persuadiendo desde el encanto personal de quien tiene el convencimiento de que las cosas acabarán saliendo bien. Y ese carácter resolutivo que la acompañaba en la consecución de cualquier proyecto que se propusiera, si era además para bien sus vecinos, ya resultaba casi implacable. No en vano recibiría la placa al mérito del trabajo en 1981, de manos del alcalde de Beniaján, premiando su labor infatigable como mujer y como beniajanense.
En el nº 46 de la Calle Mayor , anualmente siguen rindiendo callado y sentido homenaje a la memoria de Aurora Mínguez cada uno de los pasos que desfilan en nuestra Semana Santa, parando un instante ante la que fue su puerta, al igual que el trono de la Virgen del Carmen durante la procesión de la patrona. Sus sobrinas, que mantienen la costumbre de montar un altar con ocasión del Corpus Christi en el mismo lugar que durante tantos años lo hiciera su tía, son también las que gentilmente nos están facilitando ahora toda la información y el sinfín de detalles que estamos recopilando sobre la inolvidable Aurora. Su nombre ya está escrito con letras mayúsculas en la memoria de quienes la conocieron, pero habrá de quedar por derecho y para siempre en la de las generaciones venideras. El Taller de Historia de Beniaján está en ello.
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